AMADO FUGUET VENTURA
“¿Qué hacemos si tiembla de nuevo y se afectan nuestras actividades?”, se preguntaba el lunes el gerente de una procesadora de alimentos en Aragua, cuando iba en su auto rumbo a su oficina luego del madrugonazo telúrico que lo levantó a él y a su familia en su casa de La Victoria.
La cuestión se instaló esta semana en la agenda de muchas organizaciones. Un asunto que ya ha relevancia en el ámbito corporativo mundial. La furia de los elementos (agua, viento, tierra y fuego) se ha ensañado en los últimos años: huracanes, tsunamis, inundaciones y deslaves, terremotos, incendios forestales. Los fenómenos naturales han puesto en guardia a la gerencia.
En países con las cuatro estaciones bien definidas, las empresas han acumulado experiencia en prepararse para los cambios climáticos, ahora exacerbados producto de lo que Al Gore ha denunciado como “una verdad incómoda”: el calentamiento global.
En nuestro caso, la cultura del riesgo ante desastres naturales no está arraigada. Y justamente por ello la gente, en su mayoría, este lunes no sabía que hacer. En cualquier ámbito: instituciones públicas, escuelas, vecindario, familia y empresas.
Los gerentes saben que hay, por lo menos, tres categorías de empresas: las que no tienen planes de contingencia, las que los tienen pero reposan en un estante, y las que lo tienen, lo actualizan y los practican permanentemente.
Los planes empresariales de contingencia más efectivos son los que resguardan, primero, a la gente y, después, a los activos. Son aquellos donde el personal sabe qué hacer y cómo comunicarse efectivamente. No sólo dentro de la organización. También cumplen una misión responsable y pedagógica ante la comunidad y las familias. En ese caso, el improvisado Eudomar Santos no estaría en la nómina.
Los temblores siempre ejercen su derecho a réplica.